María, Juan y el argayo

María, Juan y el argayo

Era 23 de diciembre cuando Juan llegaba, un año más, a Villaviejos de Arriba, donde pasaba desde hacía diez años la Navidad con su abuela María. Tras más de 6 meses sin verla, ella apareció a la puerta de su casa. La de ella. Se presentó con su viejo vestido negro, sus zapatillas de cuadros enfundadas en las trabajadas madreñas, un pañuelo gris y el rostro labrado por el frío, el sol y el duro trasiego diario. La entrada por la cocina le recordó a su infancia, la de él, en aquellas tardes en las que, a buen recaudo, contemplaba por la ventana las copiosas nevadas que caían en las semanas más duras del invierno. Juan nació y vivió en Villaviejos hasta los 12 años. Allí fue a la escuela y pasó, seguramente, sus años más felices. Un mes de julio tuvo que emigrar a Oviedo, como tantas familias, para poder continuar estudiando. María, nacida en Villaviejos, nunca se quiso mover. Allí estaba su vida y ahí se quedó, sola, con su ganado, al cuidado de unas pocas vacas, gallinas y un montón de recuerdos a sus espaldas.

¿Cómo te va el trabajo, Juan? Le pregunta María.

Bien, abuela, cada vez trabajo más y tengo menos tiempo para mí, para hacer las cosas que me gustan de verdad, ya sabes, leer y bailar.

Y, ¿cómo va la vida por el pueblo? Le replicó Juan.

Yo a lo mío, ya sabes, me levanto temprano para afanar la leña, atizar el fuego y, cuando ya está la casa un poco templada, me preparo una taza de café con pan. Luego, salgo a ver las pitas y el ganado, que me dan bastante que hacer.

Y los vecinos, ¿cómo están, abuela?

Tienen idea de marchar, comenta María. Hace poco decían que se les hacía dura tanta soledad. Que lo de estar solos no lo llevan bien y que los inviernos son muy largos. Quieren estar más cerca de los nietos. Ya sabes, vivir en una aldea no es para cualquiera. Y eso que los inviernos no son como antes. ¡Si tu abuelo levantara la cabeza!

Y tú, abuela, ¿no quieres venir a la ciudad? Podríamos vernos más, cuidaríamos de ti.

María interrumpe con voz firme antes de que Juan termine. “Juan, Juan, tú sabes que mi vida es ésta. Aquí guardo todos mis recuerdos, lo que soy. Nada me vincula a la ciudad y todo me ata a este lugar, a esta casa. Son los olores, sabores, mis recuerdos. Soy de esta tierra y aquí seguiré viviendo. Es donde están enterrados los míos y no pienso abandonarlos”.

¿Ya no te acuerdas lo que disfrutabas del pueblo cuando eras pequeño, Juan? ¡Y todo lo que aprendías! Eso no está en los libros de texto. Todo el día por los campos, jugando a ser mayores sin dejar nunca de ser jóvenes aprendices. La tranquilidad que tengo aquí no la cambio por nada, ni por todo el oro del mundo, Juan.

No exageres abuela, también es dura la vida en el pueblo. ¿Recuerdas cuándo mamá tenía que ir día sí y día también por esas carreteras de Dios a su trabajo en Noreña? A veces con nevadonas y siempre jugándose más que llegar tarde al trabajo.

Y aquel neno pequeño para arriba y para abajo, añade la abuela.

¡Si hubiera trabajo en los pueblos! Le espeta Juan.

Claro, replica María, ¡con la barriga vacía ninguno muestra alegría! Ya, mi neno, sé lo que dices. Es que antes nos conformábamos con menos, con muy poco. Vivíamos de lo que nos daba la tierra, el campo, nuestros animales. Ah! y del intercambio. Si un vecín necesitaba leche un día al siguiente recibía sal. Nunca faltaba nadie para echar una mano.

Pero eso ya no existe, abuela. ¡Es pura nostalgia de aldea!

Sí, sí, mi neno, ye verdad que no ye lo que era, pero algo quedó.

Sí abuela, pero el que parte y reparte se lleva la mejor parte. Siendo iguales, había bondad, pero cuando alguien estaba por encima….acuérdate de los ricos del pueblo, dando, dando y con el caldero recaudando.

Ay mi neno, eran otros tiempos. Mucho del trabajo nos lo daban los señoritos y para nosotras era la oportunidad de progresar, de llevar dinero a casa durante unos meses.

¡Caridad abuela! ¡caridad! le replica Juan.

Yo lo que tengo un recuerdo muy grande, güela, ye del molín. Las manos enfarinadas, el ruido de las muelas y la caída del agua. ¡No se me quita el olor del cuerpo! ¡Ni la harina de las manos! Jajaja (ríen María y Juan al tiempo).

Recuerdo que decían “por un gramo y un copín llévate de farina un dedín”.

Ese molinero, dice María, ¡era el más guapu del pueblo!

Como que era el abuelo, güela.

Quién si no, Juanín.

Mucho os quiso, Juan.

Y nosotros a él, güela.

Aún te recuerdo en su regazo contando historias mientras las demás filábamos al calor de la foguera. ¡Y cantábamos!

Y bailabais María, bien que bailabais en los filandones.

De repente, un mensaje llega al móvil de Juan y lee una noticia de La Voz del Trubia: “un argayo se precipita sobre la AS 227, aislando a 19 pueblos de Villaviejos. Se prevén 2 semanas hasta la reapertura”.

Abuela, hay que hacer acopio de víveres, que nos queda para una temporada larga sin salir de casa. Sigue contándome esas bellas historias. Y no te olvides de los cantares.

La velada siguió con relatos a camino entre la verdad y la ficción. A mediados de enero, Juan pudo volver a casa. En aquella navidad blanca junto a su abuela María, había aprendido la importancia de lo sencillo. Pasado el tiempo, Juan dejó su trabajo en una multinacional eléctrica, aquella que, a menudo, dejaba sin luz al vecindario durante las nevadas. ¡Qué ironía! Se instaló en la casa familiar y reparó el antiguo molino de María. Allí vive desde entonces. Y baila, y lee.